Autobiografía

20.09.2023

Siento orgullo por tener en mi casa-museo más de doscientas cincuenta obras de arte, más de dos mil libros y discos de música clásica, instrumental y sinfónica y buenos videos de ballet y de óperas, las más conocidas.

​Ese orgullito se debe a que mi infancia transcurrió en una pobreza digna, pero pobreza al fin. No había un libro (salvo los de texto), ni un cuadro, ni un disco.

​Vivíamos del almacén y del comercio de animales que compraba y revendía mi padre. Hasta que adquirió los derechos de un puesto en la feria de Guaymallén, a pocas cuadras de casa, y de los 12 a los 20 años trabajé con él.

​Gané dinero con la venta de frutas y verduras. Empecé a vestirme bien y estudié en la nocturna de la Escuela de Comercio.

​La primaria la hice en el colegio San Luis Gonzaga. Nunca supe cómo hicieron para pagar la cuota y el trajecito azul marino obligatorio para la misa del domingo, fiestas de guardar y desfiles.

​Aún recuerdo mi pantaloncito zurcido, que tapaba con el guardapolvo.

​Nunca sufrí bulling. Sí, marginación. Por ser hijo ilegítimo o natural, como se le decía entonces. No puedo olvidar a doña Felisa. Estaba de novio con Teresita, su hija, y ella se encargaba de recordar mi falencia. Me decía: "Tu padre no les dio el apellido porque no quiso".

​No creo en el Dios que inventaron los hombres. No concebimos el huevo sin la preexistencia de la gallina. El universo es palpable, no pudo hacerse a sí mismo y le inventamos un creador. Hasta aquí, todo bien. Sucede que -afirman- se puso a dictar la Biblia y el Corán, etc. y resultó ser humano, demasiado humano. Por otra parte, un Dios que se precie de tal, no necesita de rezos ni glorificaciones.

​Tampoco creo en el cielo ni en el infierno. Pero sostengo que debería existir infierno para personas como doña Felisa. Me hacía sufrir y me rebajaba delante de Teresita. Jamás admitiría un yerno que sea hijo natural.

​Mi infancia fue el goce imponderable del niño malcriado y la angustia de la guerra fría. Con seis hermanas mayores, disfrutaba de ser varón y tener algo así como siete madres. Mi hermano menor, en la adolescencia, ponía humor. Decía que madre hay una sola porque dos no se aguantan.

​Frente a casa había un cañaveral inmenso, con patos, gallinas y conejos. Mis amiguitos de allí, a diferencia de mi casa, vivían en una promiscuidad que me sirvió para desalentar prejuicios y considerar al sexo como el verdadero tesoro que la vida nos regala.

​Por enterado y curioso irremediable, pegado a la radio y partidario de la Unión Soviética, sufría los avatares de la publicidad de la guerra fría. Ya en la secundaria, mi gran amigo Joaquín Beorlegui me llevó al PC y tuve acceso a las revistas Tribuna del pensamiento izquierdista y Unión Soviética.

​Hasta los quince, fue católico practicante. Previo a mi contacto con el PC, quise leer a Nietzsche. Fui a pedirle permiso al arzobispo. Me recibió porque fui alumno de San Luis Gonzaga y me dijo que de ninguna manera. Pasé por una librería y compré Así hablaba Zaratustra. Me dio vuelta la cabeza.

​Cuando estaba en cuarto grado, pusieron de director al cura Fernández, que escuchaba música clásica y una vez la conectó al parlante del patio en el recreo. Me pegué a la pared y mis compañeros me tironeaban para seguir jugando. Estaba como hipnotizado.

​Yo era el solista del coro, y los cantos religiosos fueron como una preparación. El Tamtum Ergo y el Panis Angelicus, en latín, eran los que más me gustaban.

​Después de escuchar en el patio, busqué como loco esa música, hasta que di con el Concierto del Mediodía de Radio Nacional.

​En la década del '50 estaba el furor por los boleros, cuyas letras aún me sé de memoria. Los tangos escaseaban, pero también aprendí sus letras. Y me siguen emocionando.

​Cómo pasé de verdulero a periodista merece cierto detenimiento, pero me aburre hablar de mí. Creo que mis ficciones lo hacen mejor.