Autobiografía
Siento orgullo por tener en mi casa-museo más de doscientas cincuenta obras de arte, más de dos mil libros y discos de música clásica, instrumental y sinfónica y buenos videos de ballet y de óperas, las más conocidas.
Ese orgullito se debe a que mi infancia transcurrió en una pobreza digna, pero pobreza al fin. No había un libro (salvo los de texto), ni un cuadro, ni un disco.
Vivíamos del almacén y del comercio de animales que compraba y revendía mi padre. Hasta que adquirió los derechos de un puesto en la feria de Guaymallén, a pocas cuadras de casa, y de los 12 a los 20 años trabajé con él.
Gané dinero con la venta de frutas y verduras. Empecé a vestirme bien y estudié en la nocturna de la Escuela de Comercio.
La primaria la hice en el colegio San Luis Gonzaga. Nunca supe cómo hicieron para pagar la cuota y el trajecito azul marino obligatorio para la misa del domingo, fiestas de guardar y desfiles.
Aún recuerdo mi pantaloncito zurcido, que tapaba con el guardapolvo.
Nunca sufrí bulling. Sí, marginación. Por ser hijo ilegítimo o natural, como se le decía entonces. No puedo olvidar a doña Felisa. Estaba de novio con Teresita, su hija, y ella se encargaba de recordar mi falencia. Me decía: "Tu padre no les dio el apellido porque no quiso".
No creo en el Dios que inventaron los hombres. No concebimos el huevo sin la preexistencia de la gallina. El universo es palpable, no pudo hacerse a sí mismo y le inventamos un creador. Hasta aquí, todo bien. Sucede que -afirman- se puso a dictar la Biblia y el Corán, etc. y resultó ser humano, demasiado humano. Por otra parte, un Dios que se precie de tal, no necesita de rezos ni glorificaciones.
Tampoco creo en el cielo ni en el infierno. Pero sostengo que debería existir infierno para personas como doña Felisa. Me hacía sufrir y me rebajaba delante de Teresita. Jamás admitiría un yerno que sea hijo natural.
Mi infancia fue el goce imponderable del niño malcriado y la angustia de la guerra fría. Con seis hermanas mayores, disfrutaba de ser varón y tener algo así como siete madres. Mi hermano menor, en la adolescencia, ponía humor. Decía que madre hay una sola porque dos no se aguantan.
Frente a casa había un cañaveral inmenso, con patos, gallinas y conejos. Mis amiguitos de allí, a diferencia de mi casa, vivían en una promiscuidad que me sirvió para desalentar prejuicios y considerar al sexo como el verdadero tesoro que la vida nos regala.
Por enterado y curioso irremediable, pegado a la radio y partidario de la Unión Soviética, sufría los avatares de la publicidad de la guerra fría. Ya en la secundaria, mi gran amigo Joaquín Beorlegui me llevó al PC y tuve acceso a las revistas Tribuna del pensamiento izquierdista y Unión Soviética.
Hasta los quince, fue católico practicante. Previo a mi contacto con el PC, quise leer a Nietzsche. Fui a pedirle permiso al arzobispo. Me recibió porque fui alumno de San Luis Gonzaga y me dijo que de ninguna manera. Pasé por una librería y compré Así hablaba Zaratustra. Me dio vuelta la cabeza.
Cuando estaba en cuarto grado, pusieron de director al cura Fernández, que escuchaba música clásica y una vez la conectó al parlante del patio en el recreo. Me pegué a la pared y mis compañeros me tironeaban para seguir jugando. Estaba como hipnotizado.
Yo era el solista del coro, y los cantos religiosos fueron como una preparación. El Tamtum Ergo y el Panis Angelicus, en latín, eran los que más me gustaban.
Después de escuchar en el patio, busqué como loco esa música, hasta que di con el Concierto del Mediodía de Radio Nacional.
En la década del '50 estaba el furor por los boleros, cuyas letras aún me sé de memoria. Los tangos escaseaban, pero también aprendí sus letras. Y me siguen emocionando.
Cómo pasé de verdulero a periodista merece cierto detenimiento, pero me aburre hablar de mí. Creo que mis ficciones lo hacen mejor.